Se trató una empedernida discusión entre personas sin estilo, que se eternizó durante un tiempo singularmente limitado. No queriendo o no pudiendo entretenerse de otra manera, quisimos entender de maneras desiguales las tremendas riñas que nos agarraban con la mano.
Como decía aquel autor, no importaba el lugar ni el momento. Podría haber sido en la Roma Antigua, en Constantinopla o en Nueva York durante la prohibición. Digamos que fue aquí cerca, no hace mucho.
En todo caso no fue así, no nos detuvimos en esas impresiones, ni quisimos dejarnos ir en abluciones mentales. No, mucho peor; quisimos destripar la palabra y dejarla fluir, de tal manera que nos llevase tal plática a otros recónditos rincones impávidos, más inocuos, pero fracasamos indudablemente.
¿Cómo se hacían verdades a partir de tales encuentros? Se generan nuevos elementos a partir de nuestras charlas; nos dejáramos, quizás, llevar por aquellas idiotas costumbres. Tal vez en alemán, tal vez en sánscrito, quizás no existan otras opciones más que las de sumar adeptos.
Y fue así que la promoción se quedó anclada en los conceptos pretéritos de la infamia burlesca, la que no perdona, la que nos impide procrear el mundo en el que lloramos. No eran éstos tiempos ni para la maestría ni para la elucubración; en realidad, todo lo contrario. Nos debíamos mutuamente la importante necesidad del dejar de ser.
Para qué negarlo, después de todo no era tanto ni era tan poco, y ni siquiera merecía tanta atención. Pero, obviamente, nos preocupábamos y nos alentábamos mutuamente para mantener encendida la llama de aquel recuerdo efímero. Palabra rara, “efímero”, nombrando y refiriéndose a aquello por lo que tanto sufrimos.
Lloramos en silencio. Nos abrazamos, entrelazados en la trama de una memoria de mierda, un recuerdo horrible, ¿para qué? Buena pregunta, para la cual aún hoy no he encontrado una respuesta coherente.
Era así como se iniciaban los contraataques de la memoria, de aquella horrible realidad sin fondo ni atención, que se entremezclaba con la impúdica muleta del hombre moderno. Frase larga, sin sentido, pero fue eso lo que se nos ocurrió como lo más coherente, como la prueba más activa de nuestra realidad impresionante.
Quién quisiera rememorar tales trayectos oblicuos, mirando de perfil una viñeta colgada de la pared. Un abanico, una vieja foto tomada en un parque nacional en Costa Rica, un llamado de atención en un aeropuerto ignoto, un viaje al infinito en una cinta de Moëbius sin sentido ni orientación.
Fuera de broma, me preguntaba yo, ¿quién sería el responsable en tal caso? ¿Con quién debía uno quejarse, elevar una moción de censura, para evitar tales remordimientos?
Aún no me has perdonado la afrenta del pasado, me sigues criticando y me sigues juzgando por el dolor que te causé. No te culpo ni me indigno; simplemente observo con dolor que nunca lograré demostrar mi inocencia ante este juzgado.
No quieres retirar tu frente del vidrio, me ves caminar bajo la lluvia sin mirar atrás. Sé muy bien que tus ojos se llenan de lágrimas; nuestro encuentro fue en vano. Mi palabra no sirve de nada en este lugar perdido, y vale aclarar, no hablo de ese techo que nos reunió durante la corta primavera de nuestra felicidad. Hablo de un lugar conspicuo, sin rejas en los portones, con el pasto quemado, ventanas rotas, telas de araña, donde se revive cada día el mismo momento como castigo eterno.
Me ilusiono brevemente recordando que la historia de Lucifer remite invariablemente a la de Prometeo, pero la satisfacción es de corta duración.
No me dejes, véte, toda esta sinfonía suena al unísono, una nota, una tonalidad, una clave, pura monotonía, y yo no sé qué contestarte. Cierro el portón, crujen baldosas bajo mis pies.